16 de octubre de 2011

LA MUJER DEL ALBORNOZ DE HOTEL

Capítulo 2

Saboreé el último sorbo del delicioso café que me había preparado el servicio de habitaciones y me limpié la boca con una servilleta de tela bordada con el mismo escudo que el de las sábanas. Era la primera vez que comía un croissant verdaderamente francés y creo que estropeé su sabor mojándolo en el café… O tal vez no.
Mientras observaba lo que había quedado del petit déjeuner hice un esfuerzo por recordar cómo había llegado hasta allí, quién era esa mujer y cuántos gintonic había bebido la noche anterior. Poco a poco me llegó a la cabeza el orden cronológico de lo que había sucedido.
Llegué al aeropuerto de París el día anterior. Un amigo, Alexandre Laforet, me invitó al estreno de su primera exposición de pintura “catastrofique”, una nueva visión artística inventada por él. Era un hombre un poco loco y soñador, pero me caía bien. Nos habíamos conocido cinco o seis años atrás en casa de unos amigos en común. Él vivía en Nueva York estudiando un máster con un nombre largo y en inglés sobre diseño de no sé qué. Al principio me costó entender su pensamiento y sus ideas, pero pronto entendí el mundo que le rodeaba y empezamos a ser muy buenos amigos.
La hermosa mujerdelalbornozylabiosrojos me miraba fijamente. Su pelo castaño estaba recogido en un moño mal hecho y el flequillo le tapaba uno de sus preciosos ojos verdes. Un silencio bastante incómodo reinaba en el ambiente, aunque la música que venía de la calle salvaba la situación. No sabía qué empezar a preguntar, ¿tal vez cómo se llamaba? ¿Cómo había acabado en ese hotel?
Afortunadamente ella comenzó a hablar, como si me hubiera leído la mente.

          ̶  Me llamo Chantal.
            ̶  Yo soy Nic
            ̶  ¿Nic?
            ̶  Sí, Nic. Viene de Nicolás. Me llamaban Nico, pero un amigo me aconsejó que cambiara de apodo para ser más original.
            ̶  Es cierto, me contaste esa misma histoguia en el cóctel de la exposición de Laforet.
            Recordé entonces de dónde había salido aquella belleza parisina. Nos presentó Alexandre durante el cóctel posterior a la exposición. Me quedé fascinado. Medía un poco menos que yo con tacones y lo que más me gustaba de ella era su piel pálida y su acento francés, a pesar de dominar el castellano casi a la perfección. También me llamó la atención su color de labios, un rojo intenso que me hipnotizaba… ¿Quién me iba a decir que ese mismo pintalabios acabaría en mi cuello unas horas más tarde?
            ̶  Supongo que tú me trajiste ayer a este maravilloso hotel, no creo que pudiera llegar hasta aquí en el estado en el que me encontraba anoche. ̶  Al terminar la frase me salió una carcajada tonta, de la que me arrepentí enseguida.
            ̶  Sí, no fue difícil. Soy bastante buena para convencer a los hombres, y más si estos están gintoniczados.
            También tenía una capacidad innata para avergonzarme.
            Observé sus manos. Sus dedos eran largos y esbeltos, de pianista. Sus uñas estaban perfectamente pintadas de rojo, y en el dedo anular de la mano derecha llevaba un sello plateado. Curiosamente, el escudo de las sábanas coincidía con el emblema de la sortija.
            ̶  Sí, soy la dueña de este hotel.

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